El viento jugaba con ella. Agitaba sus cabellos,
volviéndolos ondinas cobrizas que dialogaban con los rayos del sol que se
asomaba tímido entre un sinfín de nubarrones. Arremolinaba las hojas secas en
sus pies, jugueteando con ellos y rozando suavemente sus piernas cuando este
las elevaba del suelo. Le encantaba el otoño y sus dulces brisas. El viento de
otoño había sido siempre su compañía más fiel. Como toda relación, a veces
dolía. El frío cortaba sus labios, pero incluso esa sensación le placía, cuando
se entretenía mordiendo sus pieles secas, convirtiéndose en uno de sus mayores
vicios.
Él la había vislumbrado hacía tiempo, siempre sentada en el mismo banco. El más recóndito de todo el parque, a la sombra de un gran roble, robusto y con mil historias atrás, como él. Se sentaba en el banco más cercano a ella, y levantando su mirada del periódico la observaba cada día con detalle. Su silueta se mimetizaba con las demás esculturas del parque, tan pétrea como ellas, pero con una imagen vivaz en sus ojos. Sus ojos verdes podían verse a distancia, resaltaban entre las hojas amarillas y marrones que se amontonaban a su alrededor. Eran unos ojos grandes, siempre abiertos, sin perder ni un solo detalle, pero a la vez, tan distantes y ausentes de cualquier mundo existente fuera de ella.
Un día, ella dejó de ocupar aquel banco. Se fue, y con ella se llevó al viento. Él, sin embargo, siguió acudiendo a aquel lugar a sabiendas de que, si algún día pudiera volver a encontrarse con ella, sería allí.
Así pasaron inviernos, primaveras, veranos, e incluso otoños enteros. Pasaban las estaciones, y él envejecía igual que los árboles con las caídas de sus hojas, pero a diferencia de éstos, él no volvía a rejuvenecer en verano. Cada invierno, con la desnudez de los árboles, su alma quedaba más al descubierto, más cerca de reunirse con su verdadera naturaleza.
De nuevo, un otoño, ella volvió con los vientos nórdicos de antaño. Le vio allí, sentado, como décadas atrás, y entonces lo entendió todo...
-¿Por qué nunca me lo dijiste?
-Te lo dije… pero tú siempre amaste al viento y a la libertad de sus viajes.
Él la había vislumbrado hacía tiempo, siempre sentada en el mismo banco. El más recóndito de todo el parque, a la sombra de un gran roble, robusto y con mil historias atrás, como él. Se sentaba en el banco más cercano a ella, y levantando su mirada del periódico la observaba cada día con detalle. Su silueta se mimetizaba con las demás esculturas del parque, tan pétrea como ellas, pero con una imagen vivaz en sus ojos. Sus ojos verdes podían verse a distancia, resaltaban entre las hojas amarillas y marrones que se amontonaban a su alrededor. Eran unos ojos grandes, siempre abiertos, sin perder ni un solo detalle, pero a la vez, tan distantes y ausentes de cualquier mundo existente fuera de ella.
Un día, ella dejó de ocupar aquel banco. Se fue, y con ella se llevó al viento. Él, sin embargo, siguió acudiendo a aquel lugar a sabiendas de que, si algún día pudiera volver a encontrarse con ella, sería allí.
Así pasaron inviernos, primaveras, veranos, e incluso otoños enteros. Pasaban las estaciones, y él envejecía igual que los árboles con las caídas de sus hojas, pero a diferencia de éstos, él no volvía a rejuvenecer en verano. Cada invierno, con la desnudez de los árboles, su alma quedaba más al descubierto, más cerca de reunirse con su verdadera naturaleza.
De nuevo, un otoño, ella volvió con los vientos nórdicos de antaño. Le vio allí, sentado, como décadas atrás, y entonces lo entendió todo...
-¿Por qué nunca me lo dijiste?
-Te lo dije… pero tú siempre amaste al viento y a la libertad de sus viajes.