Estaba sentada al final de la barra del bar. Era uno de estos bares pequeñitos, dónde no era muy común ver caras nuevas, y sin embargo, tampoco ninguna conocida. Allí todo el mundo pedía una copa y, mientras se fumaban un cigarrillo, quedaban absortos en sus pensamientos. Algunos vacilaban la mirada a su alrededor, pero pocos se paraban a observar.
Él entró en aquel bar en una noche de casualidades y la vio. Nadie se giró para ver quién era aquel nuevo presente, ni si quiera ella. Cruzó el umbral de la puerta y, antes de bajar la pequeña escalinata, sus ojos se clavaron en ella. No llamaba excesivamente la atención, pero había algo en ella que la hacía sobresalir entre aquella atmósfera de humo que refulgía entre las vidas de aquellos sin nombre, disfrazada de alguien más que cree que es nada dentro de un todo. Su camuflaje no era del todo acertado, ya que su vestido en tonos lima desentonaban entre los grisáceos del local, sin embargo, la escasa iluminación del mismo permitían que incluso el blanco más resplandeciente tornara en negro carbón. Su cabeza gacha y el humo del pitillo bailando con sus negros cabellos acompañaban el disfraz, desvirtuando sutilmente su vibrante imagen. Él se apresuró a cruzar la habitación y despojarla de ese disfraz que tan poco le favorecía. En ese preciso instante, ella se giró y ambas miradas se cruzaron, o más bien, chocaron. El choque le hizo detener sus pasos, quedó paralizado, perplejo ante sus ojos, sinuosamente sensuales incluso desde aquella distancia. Eran unos ojos grandes, verdes, que de repente, le miraban desafiantes, con una serenidad salvaje. No sabía si gritaban ¡ven! o ¡vete! Decidió arriesgarse a no ser invitado y continuó caminando hacia ella, a sabiendas de que si no se acercaba, su mirada quedaría clavada en él para siempre, y las ganas de más le robarían su vida. Porque la vida sin ella ya no sería vida.
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