miércoles, 11 de septiembre de 2013

La esencia de ti: tú.


Creo que ya he encontrado la manera de tenerte siempre conmigo: he decidido que vivas en tu pronombre.

Pedro salinas decía que el amor era la plenitud de la vida. Si lo sabía, supongo que hubo de estar enamorado. Supongo que cualquiera se ve superado por la magnitud de ese sentimiento y es irremediable compartirlo. Hizo partícipe de ello al mundo entero y no tuvo que gritarlo, sino dejar su silencio plasmado en el papel. Dibujó su experiencia encerrada en los pronombres para enseñar que el amor era la forma de decir que sí a la vida. Su ella era la ella de todo hombre enamorado, su él era todo él con quién soñaba una mujer, su tú éramos todos sintiéndonos queridos, su yo éramos todos amadores del amante querido.

Así que perdóname si te encierro en un pronombre, pero es que quiero guardarte para siempre conmigo sin privar al mundo de que pueda sonreír también contigo como yo lo hago. Así, mientras yo sé que tú eres la razón de mi vida, los demás sabrán que existe una razón para vivir en cualquier él o ella de las suyas.

“Te quiero puro, libre,
Irreductible, tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y vuelvo ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
Yo te quiero, soy yo.”

Mariana.


Espera. Espera era la que se había apoderado de su vida. Todos los días se sentaba frente a la  ventana y le imaginaba llegar a través de la colina. Se había ido para siempre, pero no importaba, una parte de ella confiaba en que volviera de aquel naufragio. ¿Y si un día él llegaba y ella no estaba? ¡No podría perdonárselo! No, ella tenía que prepararle su taza de café que antañas tardes tomaba, por si volvía, nada podía cambiar. Sus zapatillas a la entrada, su  lado del perchero para colgar su abrigo, su asiento para leer, el capricho de su jardín, su hueco en la cama… Pero todo aquello seguía vacío día tras otro, como vacío estaba el corazón que guardaba ociosamente para él.  Ella no se daba cuenta de que aunque pretendiera parar los días, las manecillas del reloj de cuco seguían corriendo y no daban tregua a nadie. Los días se le echaban encima, pero las noches la aplastaban.  Las hojas de otoño caían año tras otro mientras ella se marchitaba como hacían las rosas del jardín. Porque aquellas rosas no eran las únicas que morían si él no estaba… Mariana, Mariana se desvanecía como los pétalos y el tiempo la hería como las espinas. Pero no importaba, ella esperaba. Porque tal vez, y sólo tal vez, algún día su negro cabello asomaría por la colina.  

Mariana, 1851, John Everett Millais.