Espera. Espera
era la que se había apoderado de su vida. Todos los días se sentaba frente a
la ventana y le imaginaba llegar a
través de la colina. Se había ido para siempre, pero no importaba, una parte de
ella confiaba en que volviera de aquel naufragio. ¿Y si un día él llegaba y
ella no estaba? ¡No podría perdonárselo! No, ella tenía que prepararle su taza
de café que antañas tardes tomaba, por si volvía, nada podía cambiar. Sus
zapatillas a la entrada, su lado del
perchero para colgar su abrigo, su asiento para leer, el capricho de su jardín, su hueco en la cama… Pero todo aquello
seguía vacío día tras otro, como vacío estaba el corazón que guardaba
ociosamente para él. Ella no se daba
cuenta de que aunque pretendiera parar los días, las
manecillas del reloj de cuco seguían corriendo y no daban tregua a nadie. Los
días se le echaban encima, pero las noches la aplastaban. Las hojas de otoño caían año tras otro
mientras ella se marchitaba como hacían las rosas del jardín. Porque aquellas
rosas no eran las únicas que morían si él no estaba… Mariana, Mariana se desvanecía como los pétalos y el tiempo la hería como las espinas. Pero no importaba, ella
esperaba. Porque tal vez, y sólo tal vez, algún día su negro cabello asomaría
por la colina.
Mariana, 1851, John Everett Millais.
No hay comentarios:
Publicar un comentario