miércoles, 11 de septiembre de 2013

Mariana.


Espera. Espera era la que se había apoderado de su vida. Todos los días se sentaba frente a la  ventana y le imaginaba llegar a través de la colina. Se había ido para siempre, pero no importaba, una parte de ella confiaba en que volviera de aquel naufragio. ¿Y si un día él llegaba y ella no estaba? ¡No podría perdonárselo! No, ella tenía que prepararle su taza de café que antañas tardes tomaba, por si volvía, nada podía cambiar. Sus zapatillas a la entrada, su  lado del perchero para colgar su abrigo, su asiento para leer, el capricho de su jardín, su hueco en la cama… Pero todo aquello seguía vacío día tras otro, como vacío estaba el corazón que guardaba ociosamente para él.  Ella no se daba cuenta de que aunque pretendiera parar los días, las manecillas del reloj de cuco seguían corriendo y no daban tregua a nadie. Los días se le echaban encima, pero las noches la aplastaban.  Las hojas de otoño caían año tras otro mientras ella se marchitaba como hacían las rosas del jardín. Porque aquellas rosas no eran las únicas que morían si él no estaba… Mariana, Mariana se desvanecía como los pétalos y el tiempo la hería como las espinas. Pero no importaba, ella esperaba. Porque tal vez, y sólo tal vez, algún día su negro cabello asomaría por la colina.  

Mariana, 1851, John Everett Millais.  

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